Hace justo un año escribía por aquí que recuerdo más bien poco de lo que jugué en los noventa a Final Fantasy VII, pero hay algo que no se me olvida: la escalera del reactor de Mako abandonado y la figura de Sephirot coronándola, una escena mítica que siempre identifico por ser de las últimas que vi antes de abandonarlo. En estos días, buscando potenciar la magia tras la reinvención de Hamaguchi y Nomura, reviso vídeos en YouTube después de cada sesión a los mandos para comparar cómo era el título original y en qué se diferencia del actual. Y un aspecto destaca sobre todos los demás después de visionar varios gameplays y walkthroughs, por encima del evidente apartado técnico o el nuevo sistema de combate: era sustancialmente más corto.

«Cada puente al final
seguirá aquí tras nuestra partida.»

Puentes (Vetusta Morla, 2024)

Los desarrolladores de Final Fantasy VII Rebirth (Square Enix, 2024) parecen haber tomado nota de todas las quejas que recibió su primera entrega y, con la excusa de completar los informes sobre la geografía, la fauna y la historia de las distintas regiones de Gaia por petición de Chadley, el niño androide, han transformado la propuesta pasillera que conectaba las ciudades y lugares emblemáticos en una serie de grandes escenarios —o mini mundos abiertos si se prefiere— cargados de actividades opcionales con las que entretenerse varias horas antes de retomar la historia principal. 

Estas nuevas zonas de exploración pueden recordar en una primera toma de contacto a las dos últimas entregas de The Legend of Zelda, por culpa de la fanfarria que precede a la activación de las torres de comunicaciones o por la nueva tarea de las paradas de chocobos (¿ese adorno vegetal en el trasero de los minichocobos no será de un kolog, verdad?). Sin embargo, en la práctica es evidente que sus creadores se han ido años atrás para fijar su referente de sandbox: la saga Assassin’s Creed. La geografía de Final Fantasy VII Rebirth no busca transmitir la sensación de descubrimiento del título de Nintendo, más orgánico y natural, sino erigirse como un gran contenedor de minijuegos y abrazar el aspecto puramente lúdico.

Ojo, a su manera, podría acercarse a Hyrule si evitamos decididamente sus atalayas con antenas y nos dedicamos a vagabundear por el entorno, pero es evidente que desde Square Enix quieren presentar la experiencia como un tránsito ágil y directo a lomos de nuestras monturas emplumadas, donde el paseo es parte pero, a diferencia de la aventura de Link, no es protagonista. No se encuentra por ende un mimo o esfuerzo en la presentación o desarrollo del viaje hasta las diferentes tareas, del que sólo se espera que realicemos hasta los puntos señalados para hacer algo: un par de minutos de batalla contra bestias, un microjuego de ritmo de no más de cuatro pulsaciones, o secciones de sigilo sonrojantemente básicas… 

¿Merecen la pena las recompensas de este ramillete de encargos? Algunos son bastante útiles, como las que dan acceso a enfrentamientos de menor dificultad contra las invocaciones, mientras que otras huelen a relleno que tira para atrás, pero son tan breves y quedan tan a mano las unas de las otras, que no suponen un sobreesfuerzo en nuestra andadura (y al completista que todas y todos llevamos dentro le costará dejarse uno sin tachar en la lista de la compra).

Aunque los hitos de su geografía no se presenten con un gusto especialmente destacable, impresiona ver según qué postales mientras se va de aquí para allá en Final Fantasy VII Rebirth, un juego que quiere entretener sobre todas las cosas, y dispone para tal fin kilómetros de praderas y montañas, los mismos que existen entre lo que vimos en la primera entrega y esta secuela. Ciertamente lo ha conseguido en sus primeras veinte hora, pero queda por ver si lo simplista de la propuesta sucumbe a la pereza, y acaba restando más que sumando a un conjunto que —adelanto de cara a publicaciones futuras— se tambalea a poco que se distancia del puro fanservice.

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