Metal Gear Solid V: The Phantom Pain |

A veces pasa que llegamos a un juego con una idea preconcebida años después de su lanzamiento: escuchaste campanas sobre su desarrollo, publicaron en algún medio que no estaba completo o vistes algunas capturas que te dieron más pereza que apetito. Pero con todo, acaba un día de oferta en tu biblioteca porque cómo no vas a tener la última entrega de tal saga, o la despedida de no sé cuál autor… Total, que el finde pasado me puse la bautizada como «The Definitive Experience» de Metal Gear Solid V, aunque no fuera a terminarla, ya que quería saber de una vez qué era todo eso del tétrico hospital con Snake vendado y, sobre todo, si Kojima había sido capaz de reconducir la saga tras el esperpento narrativo de Guns of the Patriots.

«The last and final moment is yours
That agony is your triumph»

Here’s to You ( Ennio Morricone y Joan Baez, 1971)

Con la voz de Joan Baez resonando en mi cabeza aún tras Ground Zeroes, puse el mando junto a mi en el sofá e inicié Metal Gear Solid V: The Phantom Pain (Konami y Kojima Productions, 2015), expectante por descubrir cómo quería iniciar el creador nipón la tragedia final de su soldado universal. Un efecto bokeh en pantalla que no deja distinguir lo que sucede y una canción de fondo en la que suena una canción distorsionado reciben al jugador: The man who sold the world de David Bowie. Maldito y sexy Kojima.

Los primeros minutos son la mejor versión de su obsesión por convertirnos en espectadores de una película, pero en la última aventura de la saga hay un buen motivo: el protagonista está totalmente inmovilizado en una camilla de hospital. Podemos mover la cabeza tal y como haría una persona en el estado del viejo Snake, mientras que el mundo gira a su alrededor, primero intentado protegerlo y después revelándose más hostil y violento que nunca. La presentación de la nueva conspiración es sublime, tan cercana como permiten sus pupilas y tan indefensa como obliga su maltrecho cuerpo, tambaleante tras tantos años parado.

Arranca así el caos, desde el fondo de una habitación de hospital, de una forma tranquila y sigilosa como manda el código del Tactical Espionage, precisamente en un espacio conceptuado en origen para los cuidados y salvaguardar la vida humana. La sangre y el fuego preceden a los asesinatos de decenas de inocentes que suceden a nuestro alrededor mientras nos ocultamos por nuestra supervivencia, una meta en las antípodas del ADN de la franquicia que transforma Metal Gear Solid V: The Phantom Pain por unos instantes en un título de terror, fruto de la barbarie militar a la que nos exponemos, la de las milicias, los soldados de fortuna y los crímenes secretos de estado.

Este segundo prólogo desemboca en una huida sucia y atropellada en forma de espectáculo pirotécnico, supersoldados de fuego y ballenas voladoras (sí, las mismas). Hay lugar también para los viejos amigos, por supuesto, pero por fin se distancian del autohomenaje y gana, al menos en los primeros compases, un valor de continuidad justificada, la del origen del clon, la de la despedida del Boss. Un western que reafirma su identidad con dos jinetes que otean el desierto en el preámbulo de su misión, Kojima y Konami ante el final de una era.

Desconozco qué le deparará a «Venom» Snake tras rescatar a su compañero Miller en Afganistán, más allá de la viralizada vergüenza ajena que rodea a todo lo que tiene que ver con Quiet (ya te vale, Hideo), pero haber sido testigo de las dos primeras horas de Metal Gear Solid V: The Phantom Pain bien valen 9 años de coma, y continuarlo se ha convertido en una inesperada prioridad para el próximo año. Puede que entonces incluso vuelva a la camilla del hospital, reviva el desasosiego y la impotencia, y desde allí arrase con todos nuestros enemigos.

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